miércoles, 16 de septiembre de 2009

Sólo un deja vù.

Los pasos se sentían cada vez más cercanos, sonaban cada vez más fuerte. Sentía que tenía que levantarse, pero no podía, el miedo lo mantenía quieto e impávido, esperando, esperando. Lo que fueron segundos parecieron horas, hasta que por fin se vislumbró una silueta en el umbral de la habitación: facciones familiares pero con una expresión no conocida se mostraron por fin; era Tomy. Al menos estaba vivo, pensó, pero sus músculos seguían igual de tensos. Su hermano entró en la habitación, caminando como quien quiere demostrarse el dueño de la habitación. – Vamos, ya es hora de levantarnos – dijo Tomy, mirando a su hermano hacia abajo y con el ceño fruncido. Albert, obedeciendo por la inercia que le provocaba el miedo, se apartó lentamente del las sábanas y se incorporó rascándose la cabeza y estirándose. En el mejor de los supuestos (que era el que Albert se imaginaba), había pasado un día en el que su hermano no había muerto, y habían cambiado de motel. Pero mientras pensaba esto con una incipiente sonrisa, un puñetazo lo aterrizó. De rodillas en el suelo y con las manos apoyadas, escupiendo sangre, le llegó una patada en el estómago. Otra. Otra. Pisotón en la espalda. Tomy luego lo agarró de un mechón de pelo y lo incorporó. – Te crees muy listo ¿eh? – de frente contra la pared – con que “eligiendo” no acatar ¿eh? – continuó. – Tomy, no voy a pelear contigo – dijo con tono calmo, sin haber escuchado nada de lo que su hermano le había dicho, mientras se secaba la sangre de la orilla de su boca. Se incorporó de nuevo lentamente, erguido, sólo para estar a la altura de su hermano. Se miraron a los ojos por un momento, hasta que un violento alarido de de Tomy dio a entender que la golpiza seguía. Albert paró el puño de Tomy, pero no vio venir el del otro brazo. Suelo de nuevo. – Tomy ¿qué haces? – preguntó Albert, con un tono ya lastimoso y entrecortado. – Que inocencia… - respondió Tomy mirando distraídamente hacia un lado de la habitación, como buscando algo. Con Albert tirado en el piso, fue caminando rápidamente hacia donde estaba mirando, tomó un piso y se lo tiró. Albert ya no sabía que hacer. Era su hermano, pero no se comportaba, ni siquiera parecía del todo se hermano. - ¿Quién eres? – le preguntó finalmente. Tomy cambió bruscamente la dirección de su mirada, dirigiendo toda su atención visual a Albert. – Yo, mi querido Albert, soy la personificación misma de la ruina – dijo, ahora mirándolo y con una sonrisa en su rostro. Intentando erguirse de nuevo, Albert comenzó a buscar en la habitación algo que lo ayudara a salir de ahí. Mientras se acercaba Tomy peligrosamente con el rostro encendido de furia, se agachó, tomó uno de los patas del otrora piso y le dio un batazo en el rostro. – No me importa quién seas, mientras no seas mi hermano -. No le interesaba inflingirle dolor, sólo salió por la puerta, lo más rápido que sus lesiones le permitían, mientras el seminoqueado Tomy lo perseguía. - ¡Tú no escaparás! – le gritaba en el camino - ¡la espiral es INFRANQUEABLE! – le gritaba ya descontrolado. Albert paró en seco, dándose vuelta para enfrentar al que parecía le había dado 49 días de impiedades. Era el todo o nada. – Dime de una vez ¿¡Quién eres!? – le dijo conteniéndose, aunque sin evitar un grito. Ya más calmado, Tomy le respondió – soy la perdición terrenal de los humanos, posible sólo gracias a su pereza y sus miedos. Soy tu día uno al cuarenta y ocho. Soy tu… - puñetazo. Lo que parecía Tomy intentó seguir hablando, pero justo al abrir la boca se dio cuenta de que sus manos se desvanecían. Era como si una estatuilla de polvo se la llevara el viento. Iba lento como un reloj de arena, grano a grano. Con una expresión de horror y un grito desgarrador en el aire, Tomy se desvanecía, poco a poco. Albert miraba la escena estupefacto. Ya no eran sólo sus manos, sino que sus brazos se desvanecían también, luego su torso, sus piernas…su rostro. Al transformarse el último trozo de Tomy en polvo, el mismo polvo se levantó del suelo, como con un remolino y se movió hacia Albert, cual enjambre. Albert, pegándole al aire con sus manos, con los ojos cerrados y caminando a ciegas hacia atrás, no pudo ver la ventana que se le aproximaba, hasta que de un tropezón cayó por ella…

Sonaba su canción favorita de despertador: creep. Era un nuevo día, como le gritaba afablemente su hermano mayor, que para su desagrado, ya estaba entero vestido. Era un nuevo día, uno de tantos dijo en un principio. Se duchó, se vistió, miró el reloj: 8 de la mañana. Cerca del minutero podría haber jurado que…no, pero era imposible, se dijo. El teléfono sonó, su hermano contestó. Era un número equivocado al parecer. Se sentía mal, se sentía pésimo, pero no era momento para quejas. Tenían todo un nuevo día por delante. “¿Al mismo café de siempre?” Albert la pensó por un instante, y aunque adormilado, le respondió – No, veamos algo nuevo para hoy – a lo que su hermano le respondió con una sonrisa de aprobación. – Me gusta tu actitud…ahora levántate y dúchate, tenemos todo un día por delante – concluyó Tomy. Cavilación. – Tomy, espera… ¿sonó el teléfono antes? – le preguntó, rascándose la cabeza – Sí, equivocado… ¿por qué? – le respondió intrigado -. Albert mirando el teléfono, le dijo – No…deja vù nada más. Creo que tuve una pesadilla. En diez minutos estoy listo – dijo levantándose, con una enorme sonrisa en el rostro.
Era primera vez en 48 días que se levantaba sin creer saber que iba a pasar, primera vez que se levantaba sin temor a lo que podía pasar. No quería planear nada. No quería anticipar nada. En ese momento, sólo le importaba que su pie pisara bien en cada paso hacia la ducha. Paso a paso.